Humberto Montero
Elcolombiano.comMohamed Bouazizi se prendió fuego y cambió para siempre la historia. La desesperación más absoluta llevó a este joven mártir tunecino a inmolarse ante el Ayuntamiento de Sidi Bouzid, un pequeño pueblo alejado de los circuitos turísticos, después de que le confiscaran su puesto de frutas y verduras, la única fuente de ingresos para su familia pese a su paso por la universidad. Tenía 26 años y pertenecía al 40% de población árabe (140 millones de personas) cuya existencia se desarrolla por debajo del umbral de la pobreza, esa delgada línea de la que nos separa, a todos, un simple tropiezo.
Mohamed Bouazizi reventó de frustración el pasado 17 de diciembre, el día que las llamas envolvieron su piel para prender en todo el mundo árabe. Murió el 5 de enero, después de haber recibido la visita del por entonces sátrapa tunecino Ben Alí.
El heroísmo de Bouazizi, como el de Orlando Zapata en Cuba, fruto de la imposibilidad de protestar más que con la propia vida, amenaza más que nunca con acabar con quienes creen que han sido tocados por Dios, Alá o la Fortuna para regir nuestros destinos. No hablo sólo de tiranos, ayatolás o emires, hablo también de cuantos creen que nuestros votos les conceden carta blanca para hacer y deshacer a su antojo, aquellos que piensan que los coches oficiales, los billetes en primera, las salas VIP, las "mordidas" y los banquetes forman parte de su ya de por sí abultado sueldo. Hablo de aquellos a los que les molesta ver un pobre mendigando en las aceras mientras pasan a toda velocidad por calles cortadas a su paso. Hablo de cargos públicos aunque podría hablar también de los miles de directivos, deportistas o banqueros, entre otros afortunados, cuyos sueldos obscenos no reflejan su valía. La acumulación de capital, básica para el progreso, tiene un límite aunque no seré yo quien lo ponga. Es una cuestión de conciencia. No todo vale con el pretexto de que es el dios mercado quien rige nuestra existencia.
Quizá por ello, algunos líderes avispados han reaccionado con rapidez para evitar contagios a los que, pese a todo, siguen expuestos. Chávez es uno de ellos. El caudillo bolivariano, tirano como Gadafi por mucho que celebre mil elecciones más, ha accedido a liberar a algún preso político y a mejorar las condiciones en prisión de otros para poner fin a la huelga de hambre que unos jóvenes universitarios mantuvieron durante 23 días hasta hace una semana. En lo que va del año, a Chávez se le acumulaban 31 huelgas de hambre, síntoma inequívoco de la conflictividad del país y de la tendencia a las medidas extremas a la hora de hacer reivindicaciones. En 2008 se produjeron en Venezuela 1.763 protestas, 2.893 en 2009 y 3.315 en 2010. Sólo en estos dos meses se acumulan 408 actos contra la situación que se vive en el país. Ningún régimen, por mucho que el barril de petróleo se ponga por las nubes, puede aguantar eso.
Más de la mitad de la población de Venezuela tiene menos de 34 años (el 30%, menos de 14), con una tasa de paro cercana al 20%, en una economía marcada por la informalidad. Su PIB cayó un 3,3% en 2009 y un 1,4% en 2010. El futuro se presenta negro y espeso para la juventud venezolana como el crudo que el régimen sigue dilapidando. Una juventud hastiada y conectada 24 horas a Internet. Todos los condicionantes para que la "Revolución del Jazmín" salte a Venezuela.
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